domingo, 3 de mayo de 2015

Capítulo III, por la gracia de Cervantes

Si cada cuatro años vamos a votar, si cada diez a renovar el carnet de conducir o renovar el DNI. Si cada 10.000 kilómetros cambiamos las ruedas, si cada año vamos al dentista, si muchos van a misa el domingo o si la mismísima obsolescencia programada nos insta a cambiar de electrodomésticos cada 8, ¿por qué no leer el Quijote al menos una vez en la vida? ¿Por qué no sumergirse en el universo cervantino y observar cara a cara el genio de un manco que escribía mejor que millones de manos útiles? ¿Por qué remover su cuerpo y no sus letras?

Muchas preguntas y una sola respuesta: el silencio de los molinos literarios que nos alejan de una obra tan inmensa como desbordante que arroja a las páginas el verdarero español que elude mirar a la vida de cara y escapa por los cerros de Úbeda o por los gigantes de la ignorancia.


Como aquí no cabe un Quijote ni siquiera un Sancho que nos reprenda sin miramientos y nos arroje a La Mancha para demostrarnos que nuestras miserias no son actuales y que nuestros sueños son ya caducos, seremos breves en estas exequias que acá mostramos. Lo que no es caduco y bien lo sabe el clásico, como El Quijote, es la buenaventura de ser eterno, de no permitir que el polvo atraviese la cubierta y que cuando se abra, se convierta un libro en parte de nuestro tesoro. Sin querer manchar tal herencia, extraemos del cofre algunos fragmentos para convertirlos en historias las que siguen. 
Así nuestro homenaje (siempre escaso), que desde aquí mandamos al alma de Cervantes, por la que (aún) no han removido la tierra. 

Va por usted, Don Miguel.



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